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jueves, junio 09, 2011

El armario empotrado 2ª parte.


Se oye girar el pestillo de la cerradura, la madre le recuerda que mañana muy temprano, salen de viaje. No hay juegos que valgan. La casa queda cerrada a cal y canto.
Antes del postre los padres hablan del largo viaje que tienen por delante al día siguiente. Maletas en la habitación de la entrada, incluso la perrita pasara tres semanas en casa de una vecina, trueque cuidándose mutuamente los animales.
Ruido de cacharros en la fregadera, suena la grifería de dos llaves que asemejan timones de barco, azul agua fría, rojo también. La caldera de la vieja “chapa” de carbón precisa estar encendida para suministrar agua caliente, un autentico despilfarro para la época.
Es verano… cachorro verano que ladra en el verdor húmedo de los plataneros de la calle en cuesta.
Siluetas que se deslizan en el pasillo, perrita obediente que camina en silencio, cómplice involuntaria de la pequeña venganza que trama su joven compañero de juegos.
El trajín de la cocina va quedando amortiguado según se cierran las puertas, tantea la puerta principal que corrobora lo dicho por la ama de la casa, puerta cerrada que impide la huida a la plaza de los charcos.
Cambio de dirección que le aproxima al armario empotrado en desuso que hay en la salita de estar. La doble puerta empapelada exhibe dos ojos de cerradura con un estilo a ventana mozárabe que siempre le han atraído. No tienen pomos. No hay llaves, tampoco hacen falta. Las puertas simplemente se mantienen cerradas gracias a la presión que solo los vicios de la madera saben conseguir. Las puertas en un punto se aprietan con fuerza, se funden en vigoroso abrazo.
Introduce el mango de la cucharilla que se ha escondido en el bolsillo, en un punto concreto de la unión de las puertas gemelas. Una de ellas se abre mostrando un mundo de tinieblas textiles. El olor a naftalina es poderoso, encubriendo el más sutil del tabaco introducido en los bolsillos de los abrigos, que supuestamente absorben la humedad de la atmosfera propia del armario.
La perrita deja de menear el rabo al mostrarse ante ella una parcela de su territorio domestico que le ha sido vedado desde siempre. Olisquea el interior y retrocede un poco. El muchacho la coge en brazos y juntos atraviesan la frontera de la luz crepuscular.
Si difícil es abrir desde el exterior, más lo es cerrar desde el interior, el mango de la cucharilla vuelve a ser herramienta imprescindible, él conoce el punto exacto donde introducir el mango. Apretar ligeramente las dos puertas tirando de ellas con la ayuda de las uñas que siempre se niega a cortar, para acto seguido tirar de la cucharilla que cerrara las dos hojas.


Se oye girar el pestillo de la cerradura, la madre le recuerda que mañana muy temprano, salen de viaje. No hay juegos que valgan. La casa queda cerrada a cal y canto.
Antes del postre los padres hablan del largo viaje que tienen por delante al día siguiente. Maletas en la habitación de la entrada, incluso la perrita pasara tres semanas en casa de una vecina, trueque cuidándose mutuamente los animales.
Ruido de cacharros en la fregadera, suena la grifería de dos llaves que asemejan timones de barco, azul agua fría, rojo también. La caldera de la vieja “chapa” de carbón precisa estar encendida para suministrar agua caliente, un autentico despilfarro para la época.
Es verano… cachorro verano que ladra en el verdor húmedo de los plataneros de la calle en cuesta.
Siluetas que se deslizan en el pasillo, perrita obediente que camina en silencio, cómplice involuntaria de la pequeña venganza que trama su joven compañero de juegos.
El trajín de la cocina va quedando amortiguado según se cierran las puertas, tantea la puerta principal que corrobora lo dicho por la ama de la casa, puerta cerrada que impide la huida a la plaza de los charcos.
Cambio de dirección que le aproxima al armario empotrado en desuso que hay en la salita de estar. La doble puerta empapelada exhibe dos ojos de cerradura con un estilo a ventana mozárabe que siempre le han atraído. No tienen pomos. No hay llaves, tampoco hacen falta. Las puertas simplemente se mantienen cerradas gracias a la presión que solo los vicios de la madera saben conseguir. Las puertas en un punto se aprietan con fuerza, se funden en vigoroso abrazo.
Introduce el mango de la cucharilla que se ha escondido en el bolsillo, en un punto concreto de la unión de las puertas gemelas. Una de ellas se abre mostrando un mundo de tinieblas textiles. El olor a naftalina es poderoso, encubriendo el más sutil del tabaco introducido en los bolsillos de los abrigos, que supuestamente absorben la humedad de la atmosfera propia del armario.
La perrita deja de menear el rabo al mostrarse ante ella una parcela de su territorio domestico que le ha sido vedado desde siempre. Olisquea el interior y retrocede un poco. El muchacho la coge en brazos y juntos atraviesan la frontera de la luz crepuscular.
Si difícil es abrir desde el exterior, más lo es cerrar desde el interior, el mango de la cucharilla vuelve a ser herramienta imprescindible, él conoce el punto exacto donde introducir el mango. Apretar ligeramente las dos puertas tirando de ellas con la ayuda de las uñas que siempre se niega a cortar, para acto seguido tirar de la cucharilla que cerrara las dos hojas.
Arte inconformista.

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